miércoles, 24 de julio de 2013

Frida

Estoy sentada en un Havanna, en el soberbio barrio de Polanco, sobre la calle Presidente Masarik. Vinieron a servirme tres meseros, una mujer y dos hombres con sonrisas generosas. Pedí un café vienés, con crema, canela y un toque de chocolate amargo. No puedo estar en otro lado que no sea México. Y sabe bien. Son las 6 y 10 de la tarde y todavía me acompaña una rara sensación luego de entrar a la casa azul de Frida y Diego esta mañana. La chica de seguridad, hermosa morena de dientes blancos, me contó que en la cama que le señalé -la que le regaló su madre con un espejo en el techo para que pintara- Frida reposó 9 meses después de su trágico accidente, que le causó el sufrimiento infinito, 35 operaciones y el uso de terroríficos corsés para sostener su columna, muletas y bastones, hasta perder definitivamente su pierna derecha, unos meses antes de su muerte, a los 47 años de edad. La casa azul está intacta, incluso ella sigue allí físicamente, dentro de un adornado cofre. Además de esculturas del querido Mardonio Magaña, higueras y enormes macetas con plantas del lugar, también están los vivos autorretratos de la artista, cantidad de fotografías de viajes y diferentes personajes – las más seductoras, las de las grotescas caras de Rivera-, pinceles, frascos de perfume con témperas y cal, vasijas y cartas originales de la pareja, una de las cuales llega al corazón con una fuerza descomunal: Frida le dice a su amado que se cuide en el viaje y que haga lo que le venga en gana, como si fuera imposible pedirle otra cosa. “¿Por qué le llamo Diego? Nunca fue ni será mío. Es de él mismo”.

Por María Hegouaburu.

Paradas obligadas del D.F

Camino por la Ciudad de México con algo de ardor en los ojos y la garganta que pica, fascinada con la arquitectura del barrio La Condesa -las dimensiones de las casas, departamentos y Universidades son amplias y generosas- y con el caldo tlalpeño: cilantro, queso panela, palta, maíz, trozos de pollo, pimientos, un poco de ají, sal y limón. Las calles son anchas y los árboles vivas obras de arte junto con enredaderas que se pierden en la maraña de cables y antenas. Cientos de vendedores ambulantes, señoras, hombres y niños lustrabotas, o con juguetes artesanales, pastillas, plumeros y chocolates caseros.

Alguien me cuenta que la virgen de Guadalupe, reina de América, se le apareció al indio Juan Diego en 1531, diez años después de la llegada de los españoles, y se estampó en su poncho para que todos creyeran en el milagro sin dudarlo, lo que promovió la rápida cristianización de los nativos. Juan Pablo II la visitó 5 veces, la original se encuentra en la nueva basílica, la más grande del mundo luego del Vaticano -inaugurada en 1976, con capacidad para 50.000 fieles y con misa cada hora, los 365 días del año-. Dicen también que científicos de la NASA estudiaron la imagen de la santa con enorme pericia hasta descubrir reflejada en sus ojos la silueta de Juan Diego.

Además de las maravillosas pirámides del Sol y la Luna en Teotihuacán -ciudad de Dios- me impactó con fuerza la frase que se encuentra tallada en piedra en la plaza de las tres culturas:

“El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”.

Por María Hegouaburu.