San Nicolás es
igual a la Escuela Normal Rafael Obligado. Una manzana entera, como la de las
luces, con un playón y una pulpería rodeada de árboles y plantas, ideal para
esconderse en los recreos cuando querías hacer cosas indecentes y muy
divertidas – claro, la felicidad es clandestina-. Qué edificio tan imponente,
imposible no respetarlo con ese busto blanco
inmaculado de Sarmiento en la entrada del hall central,
escoltando el salón de actos, otro gran sitio que nos vería más de una vez disfrazados
de mazamorreras y San Martines, con testigos como nuestros padres y maestros,
pero sobre todo con el rector de la escuela, el señor Duilio Cámpora, una
institución en sí. Por supuesto, el premio del año se lo llevaba la primavera,
cuando la vida florecía, las hormonas estallaban y llegaba el ansiado momento
de ensayar los esquemas de la fiesta de los colores – algo que sólo tiene
trascendencia para los que nacimos en esta ciudad; para el resto del planeta,
cada vez que nosotros nos emocionamos al hablar de “la chica del rojo, que fue
líder y estuvo con el de segundo año del verde”, a sus ojos entramos en un
túnel de locura e inconsistencia absoluta, como si habláramos de
extraterrestres del más allá.
San Nicolás es
igual al Teatro Municipal, el “coloncito”. De una belleza insuperable,
representa las fantasías shakesperianas de exhibicionismo y voyerismo más
ingenuo que un adolescente pueda tener. Lo fantasmagórico, lo lúdico, lo
sensorial, esas maravillas debías descubrirlas en el teatro, no sólo ir a tomar
clases de canto o de guitarra, sino y fundamentalmente, vivir los pasillos
interminables y semicirculares del segundo y tercer piso, y perderse en el
gallinero, apasionarse por las luces y sombras, esconderse en las pesadas
cortinas de terciopelo rojo, y actuar, subirse al escenario, ser el centro de
atención y que el público te mire y te aplauda, no sólo a ti, también a tus
compañeros, quienes te vieron reír y llorar en los ensayos, y equivocarte y
acertar junto a ellos cientos de veces cuando caía la tarde.
San Nicolás es
igual al Club de Regatas y al río Paraná. Pocos lugares en esta tierra
significan tanto para mi infancia y la de muchos nicoleños. Recuerdo estar en
la pileta pequeña para niños y desear tener la edad suficiente para que me
dejaran entrar a la grande, aquella en la que los musculosos hacían vuelta
carneros en el trampolín, como si fuera una olímpica, pero de formas
asimétricas, que ni James G. Ballard pudo imaginar. Quería entrar como fuera y
lo logré un par de veces, colándome a espaldas del guardia y el salvavidas; mi felicidad
fue, otra vez, clandestina e infinita. Pasear por la piscina grande del club de
Regatas era como caminar por la Ocean Drive de Miami, no podías no tener una
bikini canchera, no podías no lucir cuadraditos en el abdomen, no podías no
tener el culo contorneado, estilo reef, no podías no estar bronceada. Había que
ser más o menos Dolores Barreiro. A los ocho años pisé por primera vez en mi
vida una cancha de tenis de polvo. Mi profesor fue Nenucho Farías y su hermana
Mari, y mis compañeros, con las miradas introvertidas y expectantes como yo, José Corral, Julián Cavalli,
Martín Charre, Guido Mosso, Berni Podestá, el grillo, creo que Martín Maggi y
las hermanas Larco, y varios más que ahora no recuerdo. Nunca más me fui de una
cancha de tenis, aunque no todas olerían a humedad pesada como las del club de
Regatas, a la vera del río Paraná. Esa atmósfera que junto a los mosquitos fueron parte
también de la “persecución”, juego que consistía en un grupo que se escondía y
otro que debía encontrarlo, a base de pistas que nos guiaban hasta el refugio,
muy difícil de develar si tenemos en cuenta que el club es gigante, se ubica
sobre las barrancas de la ciudad y no hay límites espaciales, salvo la isla.
La isla que está enfrente, donde juegan los chicos al rugby y al fútbol y las
chicas al hockey. Allá se llega en el famoso barco “vaporeto”, también si
necesitás cruzar para buscar tu barco o lancha en la guardería. El río, los
sauces, el windsurf, los camalotes, los vientos y el ferry, maldito ferry que
no nos dejaba navegar más libremente. Queco, el Tere, Cernadas, los García, los
Cartey, los Gómez, y el Poro jugando a la paleta en el frontón. El alfajor
fantoche y el jugo Baggio de las 5 de la tarde, el truco y el mao, los chicos
del grupo de Mauro, Haroldo, Campanella y Boveris jugando al básquet, Agustina
Flores, Guille Garavaglia, mi prima, Manu y Vale Rossi, mis amigas, las de
Alfonsina, el quincho, las canchas de paddle, las chicas de gimnasia deportiva,
las fiestas de fin de año y el vóley en la playa hasta que sólo los bichitos de
luz seguían latiendo, y la cantina y las charlas sobre chicos y novios y sexo
en los baños del club, todo lo llevo en
mis retinas como tatuajes imborrables.
Ciudad de México,
27 de enero del 2013.
Mery Hegouaburu (o
Amalia).