Estoy sentada en un Havanna, en el soberbio barrio de Polanco,
sobre la calle Presidente Masarik. Vinieron a servirme tres meseros, una mujer
y dos hombres con sonrisas generosas. Pedí un café vienés, con crema, canela y
un toque de chocolate amargo. No puedo estar en otro lado que no sea México. Y
sabe bien. Son las 6 y 10 de la tarde y todavía me acompaña una rara sensación
luego de entrar a la casa azul de Frida y Diego esta mañana. La chica de
seguridad, hermosa morena de dientes blancos, me contó que en la cama que le
señalé -la que le regaló su madre con un espejo en el techo para que pintara-
Frida reposó 9 meses después de su trágico accidente, que le causó el
sufrimiento infinito, 35 operaciones y el uso de terroríficos corsés para
sostener su columna, muletas y bastones, hasta perder definitivamente su pierna
derecha, unos meses antes de su muerte, a los 47 años de edad. La casa azul
está intacta, incluso ella sigue allí físicamente, dentro de un adornado cofre.
Además de esculturas del querido Mardonio Magaña, higueras y enormes macetas
con plantas del lugar, también están los vivos autorretratos de la artista,
cantidad de fotografías de viajes y diferentes personajes – las más seductoras,
las de las grotescas caras de Rivera-, pinceles, frascos de perfume con
témperas y cal, vasijas y cartas originales de la pareja, una de las cuales
llega al corazón con una fuerza descomunal: Frida le dice a su amado que se
cuide en el viaje y que haga lo que le venga en gana, como si fuera imposible
pedirle otra cosa. “¿Por qué le llamo Diego? Nunca fue ni será mío. Es de él
mismo”.
Por María Hegouaburu.
Por María Hegouaburu.
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