Camino por la Ciudad de México con algo de ardor en los
ojos y la garganta que pica, fascinada con la arquitectura del barrio La
Condesa -las dimensiones de las casas, departamentos y Universidades son
amplias y generosas- y con el caldo tlalpeño: cilantro, queso panela, palta,
maíz, trozos de pollo, pimientos, un poco de ají, sal y limón. Las calles son
anchas y los árboles vivas obras de arte junto con enredaderas que se pierden
en la maraña de cables y antenas. Cientos de vendedores ambulantes, señoras, hombres
y niños lustrabotas, o con juguetes artesanales, pastillas, plumeros y
chocolates caseros.
Alguien me cuenta que la virgen de Guadalupe, reina de
América, se le apareció al indio Juan Diego en 1531, diez años después de la
llegada de los españoles, y se estampó en su poncho para que todos creyeran en
el milagro sin dudarlo, lo que promovió la rápida cristianización de los
nativos. Juan Pablo II la visitó 5 veces, la original se encuentra en la nueva
basílica, la más grande del mundo luego del Vaticano -inaugurada en 1976, con
capacidad para 50.000 fieles y con misa cada hora, los 365 días del año-. Dicen
también que científicos de la NASA estudiaron la imagen de la santa con enorme
pericia hasta descubrir reflejada en sus ojos la silueta de Juan Diego.
Además de las maravillosas pirámides del Sol y la Luna en
Teotihuacán -ciudad de Dios- me impactó con fuerza la frase que se encuentra
tallada en piedra en la plaza de las tres culturas:
“El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por
Cuauhtemoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni
derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de
hoy”.
Por María Hegouaburu.
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